Artículo de Miguel Hernández
Nº 4 de la revista "Gaietà Ripoll" de Ateus de Catalunya
Los monumentos que tienen como finalidad
homenajear a figuras históricas y de paso
evocar el derecho a la libertad de pensamiento
no suelen tener precisamente un carácter festivo.
En general, el motivo de que sean erigidos obedece
al deseo de recordar a víctimas de la violación de este
derecho fundamental. Dichas víctimas no solo
vieron limitados su libertad para pensar y opinar
como juzgaran oportuno, sino que ese deseo les
llevó a la muerte. Su “ajusticiamiento” no tenía únicamente
la finalidad de castigar a esa persona en
particular por haberse apartado del rebaño, por haberse
atrevido a pensar por su cuenta, sino que
servía como un mecanismo de control social, como
un recordatorio de cuales son las normas de obligado
cumplimiento, de quienes se encargan de aplicarlas
y de hasta qué punto están dispuestos a llegar
para cumplir con su cometido.
Miguel Servet, médico y teólogo aragonés, fue
ejecutado por Calvino en Ginebra a causa de sus
creencias. De nada le sirvió ser el primero en describir
la circulación pulmonar o menor. Lo importante,
por lo que merecía la muerte, fue por sus “errores” teológicos. Esto se dice en la sentencia: “Por estas y
otras razones te condenamos, M. Servet, a que te
aten y lleven al lugar de Champel, que allí te sujeten
a una estaca y te quemen vivo, junto a tu libro manuscrito
e impreso, hasta que tu cuerpo quede reducido
a cenizas, y así termines tus días para que
quedes como ejemplo para otros que quieran cometer
lo mismo”. Sébastien Châteillon, coetáneo de
Servet, escribió un libro en su defensa y donde se
defendía la libertad de conciencia. En él se puede
leer: «Matar a un hombre no es defender una doctrina,
es matar a un hombre. Cuando los ginebrinos
ejecutaron a Servet, no defendieron una doctrina,
mataron a un ser humano; no se hace profesión de
fe quemando a un hombre, sino haciéndose quemar
por ella». «Buscar y decir la verdad, tal y como se
piensa, no puede ser nunca un delito. A nadie se le
debe obligar a creer. La conciencia es libre».
El monumento a Miguel Servet, situado cerca del
sitio donde fue quemado, fue propuesto por el español
Pompeyo Gener con motivo de un congreso
internacional de librepensadores que tuvo lugar en
1902. Sin embargo, el proyecto quedó desvirtuado al
ser redactada la inscripción por un calvinista. El resultado
fue que logró que sirviera más para disculpar
a Calvino que para recordar lo sucedido a esta
figura histórica. El 3 de octubre de 2011, en conmemoración
del 500 aniversario del nacimiento de Miguel
Servet, la ciudad de Ginebra instaló una estatua
de Miguel Servet cerca de esta estela.
Quizá el ejemplo
más conocido sea el de
Giordano Bruno.
Astrónomo, matemático,
filósofo y poeta.
Bruno parecía destinado
a una tranquila carrera
como fraile
dominico y profesor de
teología, pero su insaciable
curiosidad le
llevó a su perdición. Se
las arregló para leer los
libros del humanista
holandés Erasmo, prohibidos
por la Iglesia,
que le mostraban que
no todos los «herejes»
eran unos ignorantes.
También se interesó por la emergente literatura
científica de su época, incluida la nueva astronomía
de Copérnico. Sus opiniones científicas y sus dudas
respecto a algunos dogmas de la doctrina católica
como la Trinidad y la Encarnación le llevaron ante
el tribunal de la Inquisición y a su condena. Sabía lo
que se estaba jugando, pero prefirió la muerte a la
retractación. Muchos eran previamente ejecutados
para evitarles el sufrimiento, pero él no gozó de ese
privilegio y lo quemaron vivo. Además, para que no
hablara a los espectadores y pudiera convencer a alguno,
perforaron y ataron su lengua.
En 1849 la República Romana levantó la primera
estatua a Giordano, pero con la Restauración el papa
Pio IX se apresuró a solicitar y lograr su destrucción.
Hay que esperar 40 años, y desafiar las
amenazas y desafíos del Papa León XIII para poder
erigir la actual estatua en la Plaza del Campo dei
Fiori. La estatua del pensador nunca está sola, pues
de día se encuentra en el centro del mercado, y de
noche merodean por allí los Erasmus y el resto del
estudiantado de la
universidad de La
Sapienza.
FrançoisJean Lefebvre,
conocido
como caballero de
La Barre, era un
noble francés de
19 años en 1766.
Un juez local que
estaba enemistado
con él le acusó falsamente
de blasfemia,
basándose en
pruebas tan endebles
como que no
se había quitado el
sombrero a treinta
pasos de una procesión.
La Inquisición registró su casa y encontró
tres libros prohibidos, entre ellos el Diccionario Filosófico
de Voltaire y algunos libros eróticos. El joven
fue condenado a sufrir la amputación de la
lengua hasta la raíz y la mutilación de la mano a la
puerta de la Iglesia, para después ser conducido en
una carreta a la plaza del mercado donde fue asesinado
por decapitación y quemado en la hoguera
junto con un ejemplar del libro de Voltaire. Sus últimas
palabras fueron: “Je ne croyais pas qu’on pût
faire mourir un gentilhomme pour si peu de chose”,
“Yo no creo que deba morir un hombre por hacer
tan poco”.
En 1897 una comisión de librepensadores decidieron
erigirle una estatua al Chevalier junto a la
Basílica del Sacre Coeur. Y así se hizo, pero el gobierno
de Vichy, en 1941, con la excusa de que necesitaba
metal para la guerra, la retiró, lo cual no hizo
con otras estatuas de reyes ni emperadores. Actualmente,
en el mismo sitio, hay una estatua que se
erigió en el año 2001. El nombre del Chevalier de la
Barre da lugar a innumerables asociaciones librepensadoras
por toda Francia.
Valencia tiene el triste honor de ser la ciudad
donde fue asesinada la última víctima en todo el
mundo de la Inquisición. Han pasado 190 años y
ningún monumento, ninguna estatua, ninguna placa
explicativa recuerda al malogrado maestro de
Ruzafa.
En 1905 el Ayuntamiento
de Valencia
adoptó la decisión de
dedicar la plaza mayor
de Ruzafa al
maestro Gaietà Ripoll.
El 5 de agosto de
ese año la comitiva
llegó a la tribuna y
después de leída el
acta con el acuerdo de
rotulación tomó la palabra
el teniente de alcalde. Justo en ese momento
las campanas de la inmediata iglesia de San Valero
fueron echadas al vuelo impidiendo el discurso entre
gritos de protesta y silbidos. El alcalde, Sanchis
Bergón, ordenó a la guardia municipal que se dirigiera
a la iglesia para detener el toque de campanas.
Finalmente fue descubierta la lápida entre vivas a
Valencia y a la libertad religiosa. Durante la Guerra
Civil a la actual calle de la Beneficencia se le cambió
el nombre por la de Gaietà Ripoll.
En 1980, siendo alcalde Ricard Pérez Casado, se
le puso su nombre a una plaza, y se recordó su condición
de maestro. En esa misma plaza, curiosamente,
se ha levantado una iglesia de esas de nueva
construcción que bajo el mandato de la anterior alcaldesa
proliferaron por toda la ciudad.
Gaietà Ripoll fue detenido el 29 de septiembre
de 1824. Durante los casi dos años que estuvo preso
en la cárcel de San Narciso, junto al edificio de las
actuales Corts Valencianes, tuvo la visita de varios
sacerdotes y teólogos para intentar convencerle de
que se retractara de sus creencias. El no era ateo, ni
siquiera agnóstico, era deísta. Los deístas admiten
la existencia de dios como principio y causa del
mundo pero niegan que intervenga en los asuntos
humanos. Según esta creencia, dios está en todas
partes, pero no es un dios personal. Ripoll sabía lo
que se jugaba y a pesar de todo no cedió.
Lo que estaba
en juego en 1826 es lo mismo que lo que está en juego hoy: la libertad de pensamiento y la libertad
de expresión. Recordemos los 4 “delitos” de los
que fue acusado:
• sustituir en las oraciones de clase la expresión
“Ave María” por “Alabado sea dios”;
• no acudir a misa ni llevar a sus alumnos;
• no salir a la puerta de la barraca donde daba
clase para saludar el paso del viático quitándose
el sombrero;
• comer carne en viernes santo.
Por estas cuatro razones una persona en la ciudad
de Valencia hace menos de doscientos años mereció
la muerte.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos
dice en su artículo 18:
Toda persona tiene derecho a la libertad de
pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho
incluye la libertad de cambiar de religión o
de creencia, así como la libertad de manifestar su
religión o su creencia, individual y colectivamente,
tanto en público como en privado, por la enseñanza,
la práctica, el culto y la observancia.
En pleno siglo XIX ya no se atrevieron a quemarlo,
así que se limitaron a ahorcarlo y después a
dejarlo caer en un tonel con las llamas pintadas,
pues la pena para un hereje estaba muy clara: la hoguera.
Había que purificar ese cuerpo corrompido,
impuro.
En la ciudad de Valencia hay muchos monumentos.
Los hay, por ejemplo, a la capa española, al humorista
Don Pío o a una misa que ofició el papa
Benedicto XVI.
En el caso de la iniciativa que aquí
se propone, el motivo no se limita a rendir un homenaje
a una figura histórica, sino que va mucho
más allá. Al invocar un derecho fundamental como
es la libertad de conciencia, inmediatamente trascendería
su contenido más literal y podría llegar a
convertirse en un lugar simbólico para el conjunto
de la ciudadanía. Cada 9 de diciembre, Día Internacional
del Laicismo y la Libertad de Conciencia, todas
aquellas asociaciones que luchan por estos
objetivos tendrían un lugar de encuentro donde visibilizar
sus reivindicaciones. Pero no solo se
podrían reunir ese día. Pensemos por ejemplo en situaciones
dramáticas como el atentado a la revista
satírica francesa “Charlie Hebdo”. Pensemos igualmente
en reacciones a medidas del poder que supongan
un ataque a este derecho fundamental.
Dotar a la ciudad de un lugar simbólico de este tipo
supondría un gran avance en esta dirección. Otras
grandes ciudades del mundo ya disponen de estos
hitos para el imaginario colectivo. En el caso que
aquí se propone, además, al ser un lugar eminentemente
turístico, ya que no solo se encuentra en pleno
casco histórico, sino en frente del único edificio
que es Patrimonio de la Humanidad, tendría efectos
multiplicadores en la difusión de la reivindicación
del derecho de la libertad de pensamiento.
No son casuales las dificultades que encuentran
siempre este tipo de monumentos. Lo hemos visto
en todos los ejemplos citados mas arriba. En el primero
dedicado a Miguel Servet, se encargó de redactarlo
un seguidor de las doctrinas de su verdugo
y así le quedó el texto: “Hijos respetuosos y reconocedores
de Calvino, nuestro gran reformador, pero
condenando un error, que fue el de su siglo, y firmemente
apegados a la libertad de conciencia
según los verdaderos principios de la Reforma y
del Evangelio, hemos erigido este monumento expiatorio
el XXVII de octubre de 1903”. En el caso de
Giordano Bruno, al regresar el papa a posiciones de
poder se apresuró a ordenar la destrucción del monumento,
y hubo
que esperar
40 años, y superar
un nuevo
periodo de manifestaciones
y
algaradas encabezadas
por la
jerarquía eclesiástica,
para
volver a instalar
una nueva estatua en el lugar donde fue asesinado.
Finalmente, ya hemos visto como los nazis eliminaron
el monumento al caballero de La Barre.
El gran científico Carl Sagan, en su libro “El
mundo y sus demonios” tiene unas palabras que parecen
escritas para esta ocasión: “Si estamos absolutamente
seguros de que nuestras creencias son
correctas y las de los demás erróneas, que a nosotros
nos motiva el bien y a los otros el mal, que el
rey del universo nos habla a nosotros y no a los fieles
de fes muy diferentes, que es malo desafiar las
doctrinas convencionales o hacer preguntas inquisitivas,
que nuestro trabajo principal es creer y obedecer…
la persecución de brujas se repetirá en sus
infinitas variaciones hasta la época del último hombre
(…) Si no conseguimos entender cómo funcionó
la última vez, no seremos capaces de reconocerlo la
próxima vez que surja”